domingo, 5 de febrero de 2012

Limpios trapos sucios

   Aquella tarde nadie alteraba el silencio de los pasillos del castillo. Cocina, comedor, nadie, todo el personal, noble o no había sido convocado, reunido en una única sala ¿Por qué razón? la reina había sido acusada de adulterio con un misterioso caballero, castigo impuesto tras el juicio: la muerte. Nadie objeto nada, ella no se defendió. Repiqueteaban los tambores mientras se acercaba a pasos agigantados su final.
    Siempre vestida con su característico orgullo la reina se postró de rodillas ante lo que prometía ser su última visión, un caldero y en su interior una potente fuente de calor. Un verdugo la tomó del pelo e introdujo su cabeza en aquel infierno donde ahogada en alaridos, la soberana del castillo pudo sentir como la piel se desprendía de su cuerpo quemándose como si de papel de fumar se tratara, su cara se deformaba al son de las invisibles llamas provenientes del comburente perol. Aún así no moría, no moría, ni lo haría nunca.
    Su desfigurada majestad se incorporó y palpó con horror el rostro que a penas varios segundos atrás habría podido robar el corazón de cualquier hombre, si sus conductos lagrimales  no se hubieran vuelto incapaces de cumplir su función, sin duda habría llorado.
   Mientras tanto, en otra sala del castillo un rey besaba con pasión el cuerpo de su próximo juguete roto.

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